Me quedo sin palabras, se apaga el fuego cada vez que me alejo del espacio que hizo que un día nos mirásemos por primera vez. Hace tanto que ni lo recuerdo. No me acuerdo del primer día. Tantos encuentros y no somos capaces de divisar que ese será especial, que merecerá ser recordado. No lo recuerdo. Imperfecto. Como lo que un día fuimos.
Y ahora que me quedo sin leña con la que quemar el hastío que me abarca, hace mucho frío. Empieza a refrescar demasiado y no tengo papeles que quemar en la fuente de mi recuerdo. No encuentro cerillas ni mechero tampoco que me ayuden a prender los escombros y rescoldos provocados por la gran hoguera en la que un día ardimos, destrozando la eternidad que nos quedaba. Y lo peor, se vuelan las cenizas. Noto cómo se van. Se están yendo.
Vuelven de vez en cuando pero cada vez se muestran más frías, cada vez nos miran con más distancia, con más desapego. Vuelven ya no en busca de más fuego sino con rencor. Nos miran por encima del hombro cuestionando lo que un día fue y en lo que finalmente se han convertido. Y no sabes cuánto me duele escribir ese 'finalmente'. Mentiría si dijera que lo escribo sinceramente. No porque no haya acabado sino porque me niego a aceptarlo. Y es que de vez en cuando, cuando vuelvo sin remedio a la prisión y me miro al espejo, entre los reflejos, veo en la mirada aún brillos entrecortados que quieren resurgir de la oscuridad, chispas vestidas de indiferencia pero que a la mínima recobran su verdadera apariencia.
Pero si me alejo de la prisión no queda nada, te esfumas. No puedo buscarte entre las sombras, no hay rejas ni muros ni frascos encantados llenos de fragancia que impregnen nuestros corazones devastados por la amargura. No hay puertas cerradas que nos contengan. Todo está abierto. El aire entra por todas las rendijas y se lleva las hojas marchitas de mi querida primavera. Todo seco. Nostálgico otoño. Se vuela lo que ya no pesa, lo que ya no tiene vida. Todo lo muerto.